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El Vertedero de Vertavillo
El debate está servido, la polémica se ha abierto, las
espadas se han levantado de nuevo. Un proyecto para la instalación
de un centro de residuos, al que eufemísticamente llaman de “selección,
reciclaje y valorización de residuos”, en la localidad cerrateña
de Vertavillo vuelve a hacer saltar las alarmas en la comarca. De sobra
es conocida la necesidad que de este molesto tipo de plantas se tiene,
ya sea a nivel provincial, regional o nacional. Ya sabemos que nuestra
acomodada vida de bienestar produce toneladas de residuos industriales
que deben ir a parar a algún sitio. Pero mi inquietud parte ahora
de la ética del planeamiento de estos centros, de la sensación
de que en la búsqueda de un lugar propicio para su ubicación,
más allá de las condiciones medioambientales que supongo
controladas por la administración, no se atiende a un criterio de
justicia social.
¿Por qué han de ser los pequeños pueblos, de escasa
población, a cierta distancia de la capital y lejos de cualquier
núcleo industrial, los que soporten el peso de esta responsabilidad?
¿Cómo podemos pedir a estas localidades, huérfanas
del éxodo rural del siglo pasado y olvidadas de cualquier atisbo
de desarrollismo, que carguen con la basura que desde las ciudades y sus
polígonos industriales se produce? ¿Acaso estos lugares no
han dado ya suficiente?, han entregado lo más importante, la sangre
y el sudor de sus naturales, que acudieron en tropel para alimentar la
demanda de mano de obra de las fábricas y posibilitaron el florecimiento
de los comercios y los servicios de la gran ciudad. Y ahora, cada verano
o cada fin de semana se siguen mostrando igual de generosos, descargando
las tensiones y los agobios de cientos de urbanitas estresados. ¿Y
qué reciben a cambio?, ¿los desechos de una actividad industrial
a la que son completamente ajenos?, ¿los residuos de la fabricación
de estructuras que nunca estarán a su servicio? No parece lógico
que una comarca rural que no vive de la industria tenga que resolver los
problemas que aquella genera, ¿si pudieran envasar el humo de las
fábricas también nos lo traerían?
Pero quizás la cosa sea mucho más sencilla; nadie quiere
tener un vertedero cerca de casa, por lo tanto las empresas que viven de
su instalación van a ir a buscar un lugar donde se den cita al menos
dos circunstancias: por un lado la presencia de unos dirigentes políticos
accesibles y fáciles de convencer, y por otro una población
escasa y dócil, de manera que se garantizan un “ruido de protesta”
de menores decibelios. Cuando lo encuentran ofrecen un dinero al Ayuntamiento
y este a cambio permite el depósito de los residuos en su suelo.
Es muy simple, yo te pago para que te quedes con las basuras que te traigo,
en una habitación de tu casa guardas la mierda, cierras la puerta,
y en la otra colocas la pantalla de plasma que te compras con el dinero
que te doy; ahora sólo queda convencer a tus amigos para que sigan
yendo a ver el partido los domingos, seguro que preferían tu vieja
televisión.
En una economía de mercado todo se compra y todo se vende. Una
pregunta: ¿También las voluntades?, ¿también
los silencios?
La idea de un vertedero de residuos industriales en Vertavillo no es
nueva, por lo que su admisión a trámite no se puede tildar
de inocente o atribuir a la candidez del equipo de gobierno. Hace cinco
años no quise dudar de la buena intención de los dirigentes
municipales, simplemente creía que se equivocaban; ahora ya no me
pregunto por sus propósitos, pero insisto en lo erróneo del
planteamiento. Estoy convencido de que no merece la pena, de que todo el
oro del mundo es poco para comerciar con algo que no nos pertenece, ¡no
podemos vender nuestro pueblo!, un vertedero de estas características
tiene un carácter irreversible e implica condenar el lugar en el
que nacimos a contener, para la eternidad, una cantidad inimaginable de
residuos. ¿Qué derecho tenemos a firmar esta sentencia? ¿Con
qué autoridad certificamos este testamento para las generaciones
futuras?
Un proyecto así causaría, inevitablemente, un efecto
inhibidor de cualquier actividad relacionada con el turismo, los recursos
naturales o los productos tradicionales -¿se imaginan una fábrica
de embutidos al lado del depósito de residuos?-, y lo que es peor,
genera un ambiente de tensión social y enfrentamiento entre los
vecinos y con otros municipios cercanos que justifica de por sí
su rechazo. La idea de un vertedero (centro integrado de selección,
reciclaje y valorización de residuos si se quiere pintarlo de verde)
se convierte así en un mal más allá de sí mismo,
se transforma en una fuente de conflictos sociales, en una lucha fratricida,
en un elemento discordante y distorsionante de la vecindad. Nos hace peores
personas, porque alimentan nuestros odios y nuestros defectos, menos libres
y más infelices. Se trata de la cizaña bíblica que
hay que arrancar de raíz para impedir que crezca y se reproduzca
y evitar así que su semilla germine en las generaciones futuras.