EL TÍO PAÑERO
Isaías Mendoza Pinedo
 
    Corrían los primeros años de la década de los cuarenta. Tiempos difíciles para España después de una larga y sangrienta Guerra Civil que dejó nuestra nación en un estado lamentable, tanto social como económicamente. Una gran mayoría de españoles vivíamos con estrecheces, pero resignados, pensando si habría o no merecido la pena el sacrificio de tantas vidas perdidas.

    La historia que voy a contar es propia de aquella época. Su protagonista: EL TÍO PAÑERO.

    El Tío Pañero era un hombre de unos setenta y tantos años, pues, al parecer, nació en el año 1875. No se sabe con certeza qué mes (aunque eso no viene al caso) y para quien no le conoció es necesario hacer una mención a su aspecto físico y su personalidad.

    Digamos que era un señor más bien bajito, fuerte, cara redonda y coloradita, con muy poco pelo en la parte superior de la cabeza, aunque no así en la posterior y las sienes, donde lucía una abundante cabellera plateada, larga y rizada. Tenía la boca pequeña y bien formada, la nariz respingona, unos ojos muy grandes, azules y vivarachos, y siempre estaba envuelto en una especie de pelliza color parduzca. En fin, todo su semblante y figura despedían bondad e inocencia.

    Residía en una humilde vivienda (recientemente derruida) en uno de los mejores sitios de la calle Mayor de Hérmedes de Cerrato, y desde que se quedó viudo vivía solo.

    Le llamaban el Tío Pañero, porque en su juventud se dedicó a la venta ambulante de pañería, recorriendo los pueblos limítrofes. Su verdadero nombre era BERNARDINO NÚÑEZ PINTO.

    Los recuerdos que tengo de este maravilloso anciano me han inducido a escribir este relato, y creo que todos mis contemporáneos, y aun los mayores, lo recordarán tal y como se describe.

    Todos los chicos y chicas de la localidad -que por aquellos tiempos contábamos de siete a doce años- en los cortos días de los largos inviernos jugábamos en las calles o en las eras pese a las inclemencias del tiempo. Al notar que el día llegaba a su fin y el frío de la noche se empezaba a sentir, nos dirigíamos todos a casa del Tío Pañero donde, sin llamar siquiera, penetrábamos en su interior e íbamos a sentarnos al amor de una alegre lumbre que tenía en un hogar a nivel del suelo. Había a su alrededor unos toscos bancos de tabla, posiblemente construidos por el simpático viejecito, para que nos sentáramos a reconfortarnos del intenso frío que hacía en el exterior.

    Allí, junto al chisporroteante fuego, en una vieja silla de paja, estaba él, con la vista fija en los llameantes troncos de leña que ardían alegremente, quizá con el pensamiento puesto en un montón de años atrás, recordando unos tiempos alegres que no volverán, recuerdos que siempre son el único refugio de la ancianidad.

    Al llegar la chiquillería su rostro cambiaba, adquiriendo un semblante alegre y bonachón. Un perrito simpático que siempre le acompañaba y que se llamaba “Chiripa” (no sé por qué), se levantaba e iba a acomodarse en un rincón de la oscura estancia. Mientras, un gatito blanco con pintas rojas salía huyendo de nosotros y ya no volvería hasta que finalizara la tertulia.

    Esta escena se repetía uno y otro día durante los largos y crudos inviernos de aquellos añorados tiempos.

    Las tertulias eran amenas y simpáticas. El principal protagonista era el Tío Pañero, y los chiquillos escuchábamos sus historias en silencio, con la boca abierta y los ojos como platos.

    Entre los cuentos y anécdotas que nos narraba citaré seguidamente los que a mí más me llamaron la atención y que vagamente se grabaron en mi memoria.

    Recuerdo que uno de los días -o, mejor dicho, noches-, cuando llegamos a su casa se encontraba aún preparando la leña para encender el fuego, y uno de los chicos (no recuerdo quién) le preguntó:

    -¿Cómo anda usted tan tarde, Tío Pañero?.

    Y él le respondió:

    -Porque he estado dando un paseo hasta Valdemarranos y me he retrasado un poco.

    -¡Oiga, Tío Pañero! -dijo otro- ¿Por qué llaman a aquellas fuentes Valdemarranos?.

    -Es una muy curiosa historia que, en cuanto encienda la lumbre, os contaré -contestó en anciano.

    Todos guardamos un profundo y mágico silencio hasta que el viejecito terminó de encender el confortable fuego, y una vez en su sillita de paja, comenzó:

    -Yo oí contar a mis abuelos que en una ocasión, y por las fiestas de San Juan o San Pedro, vino a Hérmedes un matrimonio procedente de la provincia de Burgos con marranitos pequeños para vendérselos a la mayoría de las familias del pueblo, que siempre compraban alguno para engordarle, y al llegar el mes de febrero celebrar la alegre matanza.

    Aquel matrimonio, una vez que vendió la mayor parte de los cochinillos, compró ropitas de niño, juguetes y golosinas para llevar a sus pequeñuelos, y emprendió la marcha hacia su pueblo, por la cañada arriba, dirección Tres Hitos.

    Al llegar a los corrales que llaman “de Patarras”, se sintieron cansados y muertos de sed, y bajaron al hermoso prado rodeado de arbolitos donde están las fuentes que dan lugar al nacimiento del arroyo, con objeto de descansar y mitigar la sed.

    Tan a gusto se encontraban a la sombra de los árboles y en el frescor de la verde hierba que, después de comer un bocado y apagar la sed, se quedaron dormidos como troncos.

    En tanto el hombre y la mujer descansaban plácidamente, los cuatro cochinillos que no habían vendido, lograron bajarse del pequeño carrito que los transportaba, y como animalitos que eran, sacaron todo lo que había en las alforjas y lo esparcieron a lo largo y ancho del prado, rompiendo los juguetes de los niños y haciendo jirones la ropita que poco antes habían comprado en el pueblo con gran sacrificio.

    Cuando el matrimonio despertó, aquello clamaba al cielo; parecía que había pasado por allí una manada de elefantes. La desesperación de la pareja no tenía límites; no sabían si matar a los animalitos o marcharse de allí y dejarlos abandonados. Todas las ganancias que habían obtenido las habían invertido en sus niños y todo se había perdido. El hombre y la mujer lloraban sin consuelo.

    En aquel mismo momento acertó a pasar por allí un viejo pastor que, después de cerrar a sus ovejas en los corrales “de Patarras”, se dirigía al pueblo a descansar. Al ver el desconsuelo de aquellos desgraciados se ofreció por si podía ayudarles en algo, y el matrimonio le respondió que el único favor que les podía hacer era llevarse los marranos que les habían hecho la picia, y entonces el pastor cogió uno -ya que por ser muy mayor no podía con más-, se lo cargó al hombro y le preguntó al marranero cuánto le tenía que dar. El marrenero le contestó que nada, que no quería ni verles después de la picia que les habían hecho con las cosillas que llevaban a sus niños, así que se lo daba de balde, por lo que el pastorcito se marchó para el pueblo tan contento.

    Cuando entraba el pastor por las calles del pueblo, la gente que le veía le preguntaba que de dónde había sacado el marranillo, y él respondía: Le traigo porque en las fuentecillas, donde nace el arroyo, hay un señor que da los marranos de balde.

    Y desde entonces la gente del pueblo comenzó a llamar a aquel paraje Balde Marranos o, más propiamente, Valdemarranos, Y ése es el origen del nombre que hoy utilizamos y utilizarán siempre.

*        *        *

    Cuando el Tío Pañero finalizó con el relato, los niños que le habíamos escuchado nos quedamos mudos de admiración y mirándonos unos a otros porque aquella historia nos pareció a todos tan bonita que no podía haber en el mundo persona alguna más lista que nuestro viejo amiguito.

    Y así todos los días. Tenía tantos cuentos y tantas historias en su cabeza que no se le acababan nunca.

    Recuerdo otra noche -de las llamadas “de perros”-, y mientras caía abundante lluvia nos contó la siguiente historia que él decía que era cierta y nosotros nos creíamos a pies juntillas:

    Comenzó diciendo que cuando él labraba las tierras tenía dos mulos para hacer la labor. Uno era normal, pero el otro tenía una joroba en el lomo parecida a la de los dromedarios, era un mulo cheposo que le compró muy barato a un gitano al que le faltaba una pierna.

    Lo compró porque le hizo gracia la chepa y le preguntó al gitano si el animal había nacido así o le había pasado algo, y el gitano le respondió:

    -El mulo nació normal pero en una ocasión iba yo a la feria montado sobre él (que entonces no tenía chepa), y me encontré con un viejecito que caminaba muy encorvado bajo el peso de los años. El viejecito, alzando la cabeza como pudo, me rogó que le montara en el mulo y le llevara al pueblo más cercano, y yo, riéndome de él, le dije que los dos no cabíamos en el lomo ya que como iba tan encorvado ocuparía mucho sitio, y que se parecía al arco iris, y que iba a pegar con la cabeza en el suelo, y que si había perdido algo y lo estaba buscando... Y dando dos palos al animal, me alejé del anciano sin dejar de reírme. Justo en aquel momento empezó a crecerle la joroba al mulo con mucha rapidez, por lo que resbalé y caí de espaldas rompiéndome esta pierna. Después me entró gangrena y me la tuvieron que cortar, y desde aquel momento no fui capaz de montar más en él ni nadie más lo hará. Ese es el motivo de dársele tan barato.

    Y esa es la historia del mulo jorobado, que hasta el día que se murió a mí me hizo una buena labor -tanto o más que el otro-, aunque yo tampoco podía montar en él.

*        *        *

    En ese momento y cuando el Tío Pañero acababa de contar la historia del mulo jorobado, alguien llamó a la puerta (posiblemente la madre de algún chiquillo, que lo iba a buscar), y el perrito del Tío Pañero comenzó a ladrar. Inmediatamente el Tío Pañero le dijo al animal:

    -“Chiripa”, deja de ladrar y ven acá.

    -Tío Pañero -dijo un muchacho-, ¿por qué llama al perro “Chiripa”?.

    -Esa es otra historia que para otro día os contaré, ahora iros preparando para marchar a vuestras casas, que se va haciendo tarde y la madre ya os estará esperando.

    Cuando nos estábamos preparando para marchar, el viejecito alcanzó una negra sartén que tenía colgada en la pared, y la puso sobre unas artísticas trébedes para hacerse las sopas de ajo que tantas noches le veíamos preparar y que buena envidia nos daba vérselas comer, tan coloraditas y con aquel olorcillo tan rico a pimentón requemado. Con tantas ganas de sopas de ajo nos íbamos de allí que muchas veces, cuando llegábamos a casa, le decíamos a nuestras madres que nos hiciera unas sopas de ajo igual que las hacía el Tío Pañero, cosa que nunca lográbamos.

    Y así pasaban los días y los meses, y llegó el verano del año 1946 y al Tío Pañero se le iban acabando las fuerzas. Ya no podía encender la lumbre para hacerse sus coloradas sopitas de ajo, ya no podía ir de paseo hasta Valdemarranos, ya no podía contarnos sus historias... Y nunca supimos por qué a su perrito le llamaba “Chiripa”, ¡qué pena!.

    Tuvo que recogerle su hermano Isaac en su casa porque el Tío Pañero no se podía valer por sí mismo, y un atardecer del día 3 de agosto, cuando el sol se ocultaba en el horizonte, el Tío Pañero se ocultó con él para todos nosotros y para siempre, y no faltó algún avispado muchacho que dijo que se le habían llevado los angelitos del Cielo para que les contara a ellos los cuentos que no le había dado tiempo a contarnos a nosotros...

    Y esta es la historia de aquel hombrecito menudo y bonachón, que tan gratos recuerdos nos dejó a todos aquellos chiquillos de los años cuarenta que tuvimos la suerte de sentarnos a su alrededor, al amor de una alegre lumbre, para escuchar aquellos cuentos que todavía perduran en nuestras mentes.

    Sirva esto como grato recuerdo para aquel simpático viejecito. Sirva esto de recuerdo para el Tío Pañero.