LA ESCUELA DE LA TERESA
Isaías Mendoza Pinedo

    En la casi totalidad de los pueblos, especialmente en esta vieja Castilla, siempre existe o ha existido un personaje que, bien por una u otra circunstancia, ha sido recordado generación tras generación por haber dejado una huella profunda en nosotros. Por esa razón suele terminar convirtiéndose en una especie de mito entre los vecinos de la localidad y tarda mucho en olvidarse debido a que su historia suele pasar de padres a hijos. De todos modos hay veces que esas descripciones van difuminándose en el tiempo y en ocasiones acaban desapareciendo de la historiografía de esos pequeños pueblos. Este relato podría ser uno de ellos.

    Para reflejar la  verídica historia que les vamos a contar, hay que  remontarse a los años 1920, o quizá a fechas anteriores.

    Por aquel entonces llegó a Hérmedes de Cerrato un maestro de escuela acompañado de su esposa y una hija llamada Teresa, principal protagonista de esta curiosa historia que, estoy seguro, muchos mayores recordarán.

    Podría tener Teresa cuando llegó a Hérmedes la edad aproximada de 17 años, era una chica culta, alegre y soñadora. Era la señorita del pueblo ya que sus quehaceres se  resumían en ayudar a su madre, coser y hacer prendas de punto; muy contrario que las chicas de su edad que, más por necesidad que por costumbre, se veían obligadas a ayudar a sus padres en las tareas del campo. Esto era, sobre todo, lo que más diferente la hacía de las demás.

    Pasaron los años, no muchos, y los padres de Teresa fallecieron, por lo que se quedó sola en el pueblo, sin nadie que la ayudase y sin ninguna clase de trabajo. Podía subsistir gracias a unos pocos medios económicos que le dejaron sus padres, pero eso  poco a poco se fue terminando.

    En vista de las circunstancias, Teresa optó por seguir la profesión de su padre, aunque, claro, sin estudios acreditados ni título alguno, lo que suponía una atípica situación que, más o menos, superó gracias a los conocimientos culturales que su progenitor le había legado.

    La Teresa, con el consentimiento de las autoridades locales instaló en su pobre y reducida vivienda una pequeña escuela de párvulos a la que acudían más de una veintena de niños y niñas de edades comprendidas entre los tres y los seis años. De este modo, cuando los niños hacían su ingreso en la escuela pública, ya conocían las letras y los  números perfectamente y aquello facilitaba enormemente a los maestros y maestras el duro trabajo que supone esos primeros pasos de la enseñanza primaria. Sin duda alguna la misión de Teresa era muy importante.

    Pero antes de nada hagamos una pequeña descripción de aquel reducido recinto en el que numerosos niños comenzamos a dar nuestros primeros pasos en la enseñanza.

    La Escuela de la Teresa, que es como la llamábamos todos, era una pequeña salita de unos quince metros cuadrados, y disponía de una angosta ventana al exterior protegida con unos cristales tan viejos y sucios que casi no se podía ver la calle. Los cristales que se rompían eran sistemáticamente sustituidos por papeles de periódico, y el hueco que llenaban jamás volvía a ser ocupado por ningún tipo de vidrio.

    El piso era de unas viejas y carcomidas baldosas, con un tono entre grisáceo y  rojizo, y las paredes se presentaban ante la mirada más escrutadora de un color cuya mejor narración describiría como indefinible. Estaba lleno de rayones y sarro, y sus paredes, en lo que yo recuerdo, jamás fueron blanqueadas o pintadas.

    Circundaban el recinto unas rústicas bancas de madera donde los niños nos sentábamos para recibir las enseñanzas de la “Seño”, que se iba acercando a nosotros, uno por uno, haciéndonos comprender y conocer todas y cada una de las letras del abecedario. Luego se sentaba en una vieja silla de mimbre al lado de la ventana y todos a su alrededor repetíamos las letras que ella iba leyendo en un viejo libro Catón.
 
    Los niños decíamos que la Teresa le tenía fobia al agua, y estábamos seguros de que el aseo personal brillaba por su ausencia. E igual que olvidaba su aseo personal, olvidaba el aseo de su casa, la cual se reducía a la sala de clase, una diminuta cocina y dos pequeñas estancias, una de las cuales tenía habilitaba como dormitorio. Sin duda alguna todo aquello rezumaba miseria y pobreza.

    Sus medios de vida eran únicamente lo que los padres de los niños le daban por su labor como maestra o cuidadora, que se reducía a un pan al mes por cada escolar. De todas formas también hay que reseñar que el pan por niño era la tasa obligatoria, porque aparte de eso también le daban patatas, garbanzos, lentejas, huevos... y en la época de las matanzas le llevábamos lo que en el pueblo denominábamos como “la ración”, que consistía en carne del cerdo, morcillas, tocino y un pucherito de caldo de mondongo, que es el sustancioso líquido que quedaba después de cocer las morcillas.

    A pesar de las miserias de la época, es seguro que la Teresa nunca llegó a pasar hambre porque los vecinos del pueblo jamás lo hubiesen consentido. Nunca hubiesen consentido que una persona a la que tanto tenían que agradecer hubiera sufrido más penalidades de las que aquellos años nos correspondían a todos y cada uno de nosotros. No había duda de que la Teresa era una mujer querida y respetada.

    La Teresa era romántica y fantasiosa, y nunca supo nadie su edad, solamente se le calculaba; siempre tenía “taitantos” pero lo cierto es que nunca se supo la edad. Era muy enamoradiza, y se solía encaprichar de señoritos, maestros, médicos o cualquier otro forastero que pudiera pasar por la localidad. La Teresa nunca se enamoraba de chicos del pueblo porque, según se decía, no los consideraba “a la altura”. Ella vivía muy a gusto con sus fantasías. Le encantaba el teatro, pero no como artista, sino como directora de obras. En cierta ocasión nos propuso a un grupo de jóvenes (entre los que se hallaba el autor de este relato), que representáramos alguna obra de teatro, pero la representación de la inmortal obra de Zorrilla, Don Juan Tenorio, no se llevó a efecto por razones obvias...

    Y la Teresa se fue haciendo mayor, muy mayor, aunque ella nunca quiso reconocerlo. En seguida tuvo que dejar de enseñar a leer a los niños porque sus facultades mermaban a pasos agigantados, hasta que llegó el momento en que las autoridades locales hicieron las gestiones necesarias para ingresarla en una residencia de ancianos.

    Y así fue. A primeros de la década de los años sesenta del pasado siglo, bien a su pesar, abandonó aquella pequeña localidad del sur de los valles del Cerrato para ingresar en una residencia de Palencia. Los hermedeños la echaron mucho en falta porque había sido una persona especial y muy apreciada por todos.

    Y poco más duró la pobre Teresa. No se sabe con certeza la edad exacta que tenía cuando le sorprendió la muerte, pero posiblemente habría pasado ya la barrera de los 80, y cuentan -esto no se puede asegurar- que al ingresar en la residencia, los responsables decidieron por fin bañarla, al parecer en mala hora, pero la cuestión es que la bañaron, y según dicen fue tan fuerte la impresión, que si no falleció en aquel justo momento tuvo que suceder muy poco después, debido a que la falta de costumbre le hizo tan pernicioso efecto que su debilitado organismo no lo pudo soportar.

    Y de este modo se acabaron los días de aquel curioso personaje al que varias generaciones siempre le estarán agradecidas ya que mucho tuvo que ver en sus primeros pasos por la cultura general.

    Vaya este relato dirigido principalmente a la juventud de hoy para que conozcan cómo sus padres e incluso sus abuelos se iniciaron en el aprendizaje del abecedario y los primeros números, cuando solamente contaban con tres o cuatro años de edad, gracias a un personaje que por azares de la vida vino a residir a Hérmedes de Cerrato en una difícil época. Porque la Teresa fue como un Ángel venido del Cielo para cuidar de los niños e iniciarles en la cultura, antes de comenzar su andadura por lo que después han sido los más diversos y variopintos caminos de una buena parte de los hermedeños.